Las persianas de la casa se cerraron. Una sombra atravesó el umbral. Tocó timbre y se introdujo a través de esa puerta de madera que solía estar abierta en el verano que te conocí; cuando bebíamos jugo de naranja sentados en la vereda, tomados de la mano y riendo del paso del tiempo. Allí donde por primera vez nuestros labios se encontraron y floreció un cóctel amoroso que fluía desesperado en el tiempo. Buscando su lugar, un recuerdo al cual aferrarse y una historia a la cual contar.
El espectro vestía un tapado color crema, unas botas caña alta y debajo del sobretodo un negro vestido con pronunciado escote. La invitaste a a pasar ofreciéndole un asiento -se sentó en mi lugar-. Con una desesperante sonrisa de niña dulce, te agradeció la hospitalidad -la odio- Serviste dos copas de vino, y tras comer ensalada y dos míseros bocados de esa exquisita carne que me preparabas para noches especiales; pidió disculpas por interrumpir la velada e indicaciones para ir al baño.
Tardó siete minutos y vos en ese lapso de tiempo, echaste un último vistazo a tu cuarto para no perder detalle. Siempre me sorprendió de una forma alucinante tu capacidad para no dejar la perfección de lado y controlar todo.
La invitada volvió a la mesa y hablaron de cosas con poca relevancia –más que obvio con esa cara de frígida plástica, insulsa planta artificial es imposible mantener una conversación seria- Vos sonreías atónito por su impactante belleza –la odio- y sin pensarlo dos veces la llevaste a cuestas a nuestra cama –perdón… tu cama- con una dulzura que pocos saben agradecer. Le quitaste lo zapatos y las medias mientras la besabas con una habilidad magnífica. Recorriste sus piernas y sus muslos acariciándola; levantaste levemente la vista y la miraste profundamente a los ojos –te amo extraño eso- recorriste su cuerpo con la mirada y acompañaste su silueta con tu mano hasta llegar a la vientre. La besaste en la boca con una irresistible pasión, soltaste su pelo y una fragancia a mujer se desprendió de ella. Resbalaste un bretel de su ajustado vestido, hasta quitarlo por completo, dejando a la vista su sostén de encaje negro perfectamente modelado en su cuerpo. Besaste el cuello lentamente, suave pero intenso; fuiste recorriendo sus hombros con las manos, sus pechos con tu boca. A los pocos minutos tus encantos lograron desnudarla por completo, así estabas vos también, luciendo tu extraordinaria espalda y piernas ante una total desconocida. Tus ojos brillaban –como en nuestra primera vez- No pudiste evitar el vicio y con total habilidad tu boca se perdió en su humedad. Beso tras beso, notaste tus dones para entregar placer; solo con verla bailar sobre sí misma crecían tus deseos por sentirla más cerca. Llegó el momento de cambiar, con último estremecimiento, tu cuerpo encajó a la perfección con el de ella, para hacer el amor un tanto más salvajemente.
Si alguna vez te preguntaste, de lo que resta de mi, solo recuerdo el perfume de tus sábanas, el aroma de tu cuerpo, la suavidad de tus caricias, el aroma de tu pelo, la dulzura de tus besos. Nada grave para preocuparme no?
El espectro vestía un tapado color crema, unas botas caña alta y debajo del sobretodo un negro vestido con pronunciado escote. La invitaste a a pasar ofreciéndole un asiento -se sentó en mi lugar-. Con una desesperante sonrisa de niña dulce, te agradeció la hospitalidad -la odio- Serviste dos copas de vino, y tras comer ensalada y dos míseros bocados de esa exquisita carne que me preparabas para noches especiales; pidió disculpas por interrumpir la velada e indicaciones para ir al baño.
Tardó siete minutos y vos en ese lapso de tiempo, echaste un último vistazo a tu cuarto para no perder detalle. Siempre me sorprendió de una forma alucinante tu capacidad para no dejar la perfección de lado y controlar todo.
La invitada volvió a la mesa y hablaron de cosas con poca relevancia –más que obvio con esa cara de frígida plástica, insulsa planta artificial es imposible mantener una conversación seria- Vos sonreías atónito por su impactante belleza –la odio- y sin pensarlo dos veces la llevaste a cuestas a nuestra cama –perdón… tu cama- con una dulzura que pocos saben agradecer. Le quitaste lo zapatos y las medias mientras la besabas con una habilidad magnífica. Recorriste sus piernas y sus muslos acariciándola; levantaste levemente la vista y la miraste profundamente a los ojos –
Si alguna vez te preguntaste, de lo que resta de mi, solo recuerdo el perfume de tus sábanas, el aroma de tu cuerpo, la suavidad de tus caricias, el aroma de tu pelo, la dulzura de tus besos. Nada grave para preocuparme no?
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