Ayer despertaron entrelazados entre las sábanas. Inhóspito paisaje desolador. El brillo del sol plasmaba la resolana del día sobre un fino hilo luminoso que atravesaba la ventana y acariciaba tu mejilla. Lentamente abriste los ojos y te encontraste con una total extraña en tu cama. Te sorprendiste a vos mismo, con un embrollo en la mente discutiendo con tu otro yo por qué un nudo atravesaba tu estómago. Tu masculina e instintiva mente actuó como tal; movió el cuerpo y lo dirigió a la cocina. Un buen desayuno desataría cualquier tipo de inconveniente que desencadenara en dolor estomacal –iluso hipócrita-. Un pan lactal recién sacado de la tostadora, la taza de café con leche más grande de la historia, mermelada de frutilla –no cambias más- y un pote familiar de dulce de leche. Recordaste que una mujer yacía dormida entre tus ropas de cama. Tu caballerosidad indicaba que unos mates en compañía no vendrían nada mal. Pusiste la pava, buscaste la yerba, y a los minutos tu perfecto mate amargo –con su ilustre montoncito- estaba listo para ser degustado.
Entraste a tu habitación y apoyaste las cosas sobre la mesita de luz, levantaste las persianas, una luz potente cegó tu mirada, pero a lo pocos segundos tu vista ya estaba clara. Era un día aparentemente despejado, miraste hacia el edificio de enfrente, y a pesar del mordiscón al pan tostado, tu estómago se achicó considerablemente y una sensación de vació abrumó tu perfecto cuerpo. Sacudiste tu pelo, como evadiendo pensamientos –cobarde-. Te volviste hacia la desnuda mujer que se desperezaba y esbozaba una dulce sonrisa en su rostro. Se incorporó y dijo algo, tu mente volaba, muy alejada de esa habitación asentiste con la cabeza, por inercia. Refregaste tus ojos y olvidaste la escena anterior. Te sentaste en la cama junto a ella para desayunar.
Luego de unas horas, se ducharon; pero por separado -para mi fortuna-. A la hora, aproximadamente, ella anunció que debía irse a trabajar, se despidieron muy melosamente, sin necesidad aparente.
Meditaste sentado en la mesa, girando entre tus dedos con habilidad una lapicera. Una voz interior gritaba, pero lograbas hacerla callar con tu fuerza de voluntad. Pero todo tiene su límite, un punto de quiebre. Levantaste tus huesos y los transportaste hace un cajón. Revolviste unos papeles y encontraste un sobre…
Escribiste sobre él mi nombre y dentro, colocaste una hoja. Sobre ella, un elaborado telegrama rezaba lo siguiente:
“Uno no entiende como el tiempo y los errores mediocres cambian el rumbo de nuestras vidas. De a poco, vamos comprendiendo donde está la rueda a la cual nos tenemos que afianzar con firmeza. Hoy tuve una revelación, me levanté extrañándote, con un vacío interior que me llenaba el pecho y el alma. Yo se que fui yo quien terminó las cosas; y no sé a qué quiero llegar con esto, solo fue un impulso. Perdón.”
Entraste a tu habitación y apoyaste las cosas sobre la mesita de luz, levantaste las persianas, una luz potente cegó tu mirada, pero a lo pocos segundos tu vista ya estaba clara. Era un día aparentemente despejado, miraste hacia el edificio de enfrente, y a pesar del mordiscón al pan tostado, tu estómago se achicó considerablemente y una sensación de vació abrumó tu perfecto cuerpo. Sacudiste tu pelo, como evadiendo pensamientos –cobarde-. Te volviste hacia la desnuda mujer que se desperezaba y esbozaba una dulce sonrisa en su rostro. Se incorporó y dijo algo, tu mente volaba, muy alejada de esa habitación asentiste con la cabeza, por inercia. Refregaste tus ojos y olvidaste la escena anterior. Te sentaste en la cama junto a ella para desayunar.
Luego de unas horas, se ducharon; pero por separado -para mi fortuna-. A la hora, aproximadamente, ella anunció que debía irse a trabajar, se despidieron muy melosamente, sin necesidad aparente.
Meditaste sentado en la mesa, girando entre tus dedos con habilidad una lapicera. Una voz interior gritaba, pero lograbas hacerla callar con tu fuerza de voluntad. Pero todo tiene su límite, un punto de quiebre. Levantaste tus huesos y los transportaste hace un cajón. Revolviste unos papeles y encontraste un sobre…
Escribiste sobre él mi nombre y dentro, colocaste una hoja. Sobre ella, un elaborado telegrama rezaba lo siguiente:
“Uno no entiende como el tiempo y los errores mediocres cambian el rumbo de nuestras vidas. De a poco, vamos comprendiendo donde está la rueda a la cual nos tenemos que afianzar con firmeza. Hoy tuve una revelación, me levanté extrañándote, con un vacío interior que me llenaba el pecho y el alma. Yo se que fui yo quien terminó las cosas; y no sé a qué quiero llegar con esto, solo fue un impulso. Perdón.”
Ahora con el sobre entre mis manos el camino se vuelve sinuoso, no sé si la flecha dio en el blanco o solo lo rozó. La incertidumbre domina mis extremidades y unas lágrimas borronean el perdón descripto en el papel; con la tinta que se corre, mis penas se fusionan y ahora, nuevamente, el desconsuelo me invade.