Una niñita de cabello castaño y bucles en las puntas caminó recto hacia un grupo de chicos de su misma edad. Los nenes la incluyeron en la ronda y pronto se fueron haciendo amigos. En especial, se hizo muy amiga de un chico con jardinero de jean y una remera roja que combinaba con su gorra y su negro cabello. Él era nuevo ese año, 2º grado. Por primera vez, ellos dos se dirigieron la palabra y a la semana siguiente ya eran inseparables. Jugaban a todo juntos, armaban y desarmaba, pintaban, cortaban, pegaba y hacían todo tipo de bromas junto a sus otros amigos del curso.
En la cuadra de la chica, a solo 5 casas vivía su nuevo mejor amigo, a la vuelta vivían los gemelos terremoto Marcos y Lautaro. A 4 cuadras vivía Carolina, una niña hermosa de ojos verdes que solía estar en su grupo de amigos.
Todos los días después de salir del colegio, se juntaban en alguna casa a toma la leche y ver un rato de televisión, pasada esa función televisiva, alguno proponía un juego y estaban toda la tarde riendo a carcajadas hasta la hora de volver a sus casas.
Ellos eran 5, dos nenas y dos nene. En el aula eran 20 en total, entre los cuales se encontraba en grupo de las "nenas rosa" formado por 7 chicas y un grupo de nenes formado por 4, con los cuales compartían mucho los recreos. El resto eran amigos de todos y siempre estaban dispuestos para colaborar en cualquier juego o hazaña que se trajeran entre manos.
En la primaria aprendieron a compartir, a prestar, a socializar y solidarizarse; a ayudarse mutuamente y lo más importante: aprendieron el valor de la amistad. Aquella cosa inquebrantable que los sostendría el resto de la primaria y quién lo diría que luego de más grandes.
Eran todos muy chicos para prever cambios inoportunos en la vida de cada uno, menos que menos tenían presentes lo que les depararía el futuro, ellos solo se focalizaban en jugar, aprender jugando y divertirse lo máximo posible. Sacarle todo el jugo al día hasta quedar agotados y con la mejor sonrisa dibujada en sus rostros.
Quizás el cambio ocurrió en 6º grado, cuando los padres de Malena se separaron y en el grupo de siempre surgió una leve dispersión, ahora solo Carolina la acompañaba día y noche para aconsejarla y levantarle el ánimo. Los varones solo estaban durante el día escolar y no sabían qué hacer, la miraban sintiéndose presos de un sentimiento ajeno, el cual desconocían completamente. Ella lloraba durante horas del colegio, escondiéndose de miradas furtivas, buscando en su pequeña cabeza una forma de sanar su corazón, su vacío, el cuál Carolina ni nadie, a pesar de sus intentos, era capaz de llenar. En su casa las visitas de la abuela y el abuelo se hacían más frecuentes. Su hermana mayor parecía estar pasando una situación similar a la de ella, por consiguiente, intentó buscar su apoyo. Sabrina, la más grande, siempre intentó protegerla, pero en ese momento la devastación era tan compartida con su pequeña hermana, que no alcanzaban las palabras; el constante apoyo emocional entre ambas creó un vínculo fuerte e inquebrantable, del cual nunca se iban a arrepentir.
Frecuentes llamadas a su padre, las situaba día tras día, en la madrugada a ellas dos, en una escena casi tétrica, pegadas al pecho de su progenitor, aferradas a su camisa, sollozando sin consuelo. Entre respiros entrecortados, la congoja aumentaba. Las lágrimas desbordaban sus caras y se sentían los seres más pequeños que el mundo haya creado. La angustia invadía sus cuerpos y no había palabras que las saquen de ese pozo ciego en el que habían caído luego de un empujoncito emocional. Por más palabras de aliento que sus padres les dieran, ellas no salían de sí. Estaban encerradas en un mundo que desconocían totalmente y nadie parecía encontrar la solución. Noche tras noche, el padre se acercaba a su casa debido a los desesperados llamados de las niñas. El frió helaba la piel de cualquiera que se encontrara en la habitación en ese momento. Su casa solía ser cálida y agradable, ahora, la ausencia dominaba cada rincón, cada espacio vital, cada objeto en particular remontaba una presencia inexistente que tanto añoraban. Con el correr de los meses, ese hueco fue cicatrizando, más bien, fue sepultado en alguna parte de su inconsciente, para dejar una marca particular en la personalidad de cada una. El papá ya no visitaba la casa por la noche, no más llantos desconsolados. Las cosas parecían marcha un poco mejor, aunque esto no quisiera decir que el dolor había sido superado. De ninguna forma, solo que, de a poco la costumbre lleva al ser humano a suspender esa angustia latente que habitaba el pasado, para transformarla, en este caso particular: Malena, en energía. En una niña que dio un salto borroso y creció sin que nadie le haya preguntado, en aquella que vive sonriendo y no se arrepiente de nada de lo vivido.
Con su padre las cosas mejoraron, visitaban su casa frecuentemente y conllevaron una vida un tanto más separados, pero con un hombre en el quién confiar.